lunes, 12 de julio de 2010

Mi cuerpo es un triste trópico

Ahora que no camino. Por encima de tu cadáver y de tu infinito y de tu tierra. Que no piso tu suelo, con un pliegue de locura cosida al labio. Ahora que no soy un pétalo, ni un perfume encerrado en el desierto de tu voz metálica, de tu ciega depravación como individuo, de dios olvidado, semienterrado en las arenas como un filete pútrido de uñas y dientes y balas. Hoy, descarnado, sólo me queda el tábaco y la cena y un apartamento lleno de puertas. Sobre el escritorio a escribir sobre cualquier cosa. Mi cabeza abierta, martilleada, amarillenta, vagando por el estanque nocturno de lo inhóspito, una bombilla, mi cabeza, el ladrido de un eco. La oquedal de ser. Tratando de evadir esta rotura mecanografiada a pie de página, a pie de hueso, que me nombra y me calcula, incalculablemente. Las palabras se adhieren a mi piel con fidelidad de cuchilla. Y soy casi un hombre. Una estatua ruinosa a medio concebir, que cuelga del sudado estertor, que se afeita lo que nombra y mastica su estática incompetencia que es más real que la propia belleza que nos envuelve. Los ojos enterrados en mi cuerpo. Mi polla adormecida a la orilla de la carne. Mis dedos derruidos de perseguir la sombra a lo largo del día, con los dedos prestados de quien quiere encontrar algo debajo de la cama, dentro de un armario, detrás de una puerta, pero el viento es y no sopla, cuando no sabes lo que buscas. Aunque el sombrero siempre quede un poco más lejos de ti, ahora que lo contemplo sumergido en la pecera de un pasatiempo. Porque los cuerpos arden en una expresión más soez que la tortura del amor. En una mentira delimitada sobre el plano de la guerra. Porque sé que debajo de esta tristeza existe un dolor incoloro, una nada que es de todos. Un territorio extirpado que agita sus alas de muerto cuando duermes. Un ataúd con bolsillos y etiqueta, un disparo fotográfico, un instante congelado en la retina del olvido para que las cosas de taciturna cita sientan la otredad y los paisajes húmedos de la calderilla, adentrándose en la vastedad de este calor que compone la noche y esta partitura de calor que devora las plantas. Mi pie salvaje invade el territorio verde de los ocasos, se adentra en la carne viva, pulsando el botón del elixir, la boca roja de los semáforos, mi país bajo las flores donde los muertos agitan sus pañuelos y sus banderas estrujados bajo el sudor de tantas voces amputadas. Son tristes desde el fondo del auricular todas las alusiones que esta prisa recoge desde la desoladora distancia de mi cuerpo.

Pero mi cuerpo vive en mi.
No yo dentro de mi cuerpo, ni mi cuerpo me rodea en un abrazo carnal, existencial y vacuo. No. El cuerpo no es ninguna cárcel ni el espíritu existe más allá de la materia.
La materia esta compuesta de sueño, de estiércol, de lágrimas y océano.
La materia intrascendente, convulsionada, absurda.
Mi cuerpo vive en mi. Yo soy su cuerpo. Y a veces le doy voz a la forma.
Y la forma es la esencia de esta tristeza que me palpa y circunscribe
cuando cae la noche entera sobre mi cuerpo desnudo.
Yo soy el límite de mi cuerpo. Yo no soy mi cuerpo. Yo no soy sino mi cuerpo.
Un esqueleto me habita y me permite ser frágil y sordo por dentro.
Cuando estoy sólo en mitad de mi cuerpo desnudo
y mi cuerpo se abre y cae sobre la noche
como un árbol talado por el sueño.
Acaricio sus atributos.
Mi cuerpo tiene una cabeza con ojos y bosques que pertenecen al tiempo. Esta dividida en segmentos tangibles y nerviosos formando un entramado
que sugiere la galaxia.
Mi cabeza esta vacía y flota y se aproxima al cero. Mi cabeza tonta y sagrada perdida en los albores del fuego y la crueldad. Mi templo tallado por la nada
y la oración inabarcable de la ciencia y de lo extraño prolongando lo inhabitado por el ser y el pálpito luminoso del enigma.
Mi cabeza de piedra, mi testamento abstracto con forma de óvalo hiriente. Como una tumba llena de vida y peces y ramas que terminan en fruto. Ahora apagada, abandonada en el vientre del poema. Sostenida por un cuello. Unida al tronco que posee dos mil brazos para tocar dos mil cosas que surgen de la sangre y las terminaciones inútiles que van a parar a mis dos manos aparecidas de entre la tierra. Mis manos tienen diez dedos que con uñas y caricias y dientes exploran las cicatrices acumuladas por el mundo.
Pero el mundo se ha ido. Y la noche se convierte en algo más que unas simples piernas sanas y doradas por músculos y un cimbreante tronco que se aleja de la juventud para regresar a unos pies extranjeros y a unas nalgas y a una rotura vertebral que sucumbe al calor y a los sudores del verano.
Mis piernas corren a la misma velocidad que la luz. Sólo tengo que cerrar los ojos.
porque mi cuerpo es una máquina imperfecta y deslumbrante. Mi cuerpo de acero, de formulas y palabras. Que brilla incendiado bajo la noche. Mi piel de aire, de quejido, de alegría sin tregua. Toda la calle hirviente de mi ebria estatura desmoronándose cuesta abajo. La voz menguante de los ladridos. Se pega mi piel al torso callado de la amargura y de los puertos.
Los caballos negros de mi taberna relinchan contra mis nervios cosidos a la sábana. Al reverso de un colchón apagado al borde de la vida. Debo mis pulmones a la oscuridad del verano. A la fiebre de una lámpara y a un montón de libros que nada dicen.
Nací en las pupilas de una hoguera. En el estómago de un jardín condenado. En el exilio de una libertad perturbada.
Un verano como este. Hace treinta veranos.

Nada es más sutil y engañoso que la propia belleza que nos envuelve. Los ojos enterrados en la cara. Mi polla adormecida a la orilla de la carne, después de haber nombrado la letra Q o el nombre de una puta o el perfume de un sarcófago imprecioso. Mis dedos derruidos de perseguir sombra por la extensión del día, con los dedos prestados de quien quiere encontrar debajo de la cama o dentro de un armario o detrás de una puerta. Delante de la cara. Pero el viento es otro, y sopla y el sombrero siempre queda un poco más lejos de ti cuando te agachas. Cuando te miras al espejo y la persiana desciende como una postura del desastre ardiendo en nuestra vocación de inexistencias y la luz se filtra a través de la madera y de la tarde.

Mi cuerpo vive en mi.
No yo dentro de mi cuerpo, ni mi cuerpo me rodea en un abrazo carnal, existencial y vacuo. No. El cuerpo no es ninguna cárcel ni el espíritu existe más allá de la materia.
La materia esta compuesta de sueño, de estiércol, de lágrimas y océano. El dolor del mar. Se te olvidó vocalizar, fumar, manchar con tu sangre la hoja y los titulares y los párpados de los lectores que duermen en el tiempo. Se te olvidó nacer y amaneces convertido en cántaro, en esbozo de colilla, en una cita breve de contertulio torpe que no ha conciliado todavía su batalla. Eres el escombro de un palacio mudo. Y abarcas un dolor certero dentro de la simetría del agua. El hombre, un concepto agotado, de espalda torcida al agujero que el naipe abrió en el tapete de tu espalda mientras las risas alcohólicas de los payasos se ciernen sobre tu estampa. Nada de lo que has dicho o imaginado…Porque sé que debajo de esta tristeza existe un dolor incoloro, una nada que es de todos. Un territorio extirpado que agita sus alas de muerto. Existe un ataúd, un cajón, un archivador, para todas las cosas tocadas por la taciturna cita de los pasajeros que nos permiten sentir la otredad y los paisajes húmedos de la calderilla adentrándose en la vastedad de este calor que compone la noche y esta partitura de calor que devora las plantas. Mi cabeza abierta, vagando en el estanque nocturno de lo inhóspito. Tratando de evadir esta herida rotulada a pie de página, a pie de hueso, que me nombra y me calcula, incalculablemente. Enfermo de vida mientras las palabras se fríen en mi frente,

Adhiriendo a mi piel una fidelidad de cuchilla carbonizada. Y soy un hombre o no. Se te olvido escribir- Amor, el sabor del mar brilla en tu sexo tatuado al cielo de una tarde. Se te olvido dibujar, suicidarte, manchar con tu sangre la bragas del crimen, y los titulares y los párpados de los lectores que duermen en el tiempo. Se te olvido nacer y amaneces convertido en colilla, en golpe certero de cielo compacto y vientre de mamá, de espalda cosida al agujero provocado por el naipe del reúma y las risas alcohólicas de los payasos abalanzándose sobre tu estatua. O pedestal, o urinario o palabrería, Horror de la insigne ignorancia que propone los límites del mundo.Yo ni tan siquiera soy el límite de mi cuerpo. Yo no soy mi cuerpo. Yo no soy sino el que soy. Nuestros labios y confundir la vida.
Un esqueleto me habita y me permite ser frágil y sórdido por dentro.
Cuando estoy sólo en mitad de mi cuerpo desnudo
y mi cuerpo se abre y cae sobre la noche
como un árbol talado por el sueño. Mi cuerpo vive en mi. Yo soy su cuerpo. Y a veces le doy voz a la forma.
Pero ya esta. El resto lo imaginas tú.
Y la forma es la esencia de esta tristeza que me palpa y circunscribe
Cuando cae la noche entera sobre mi cuerpo desnudo. como un árbol talado por el sueño.
Acaricio tus atributos.
La casi totalidad de la galaxia. Un mechero, una pieza del puzzle, el laberinto de tu sexo.
Desciendo a pulmón dispuesto a tocar tu voz metálica, y enciendo una vela para que de tu ciega depravación como individuo, de dios olvidado, semienterrado en las arenas como un filete hambriento de uñas y dientes y balas, surja este hoy que desparramo sobre el escritorio para escribir sobre cualquier cosa. Sur, esa materia que vibra en el viento de cada cuerda, donde los cables de lo nítido la estremecen con sólo nombrarla. Amor, este acuciante temblor que compone la noche y mis venas y esta partitura de calor que devora las plantas. Mi pie salvaje invade el territorio negro de las madrugadas. Es la carne viva quien te llama, el cristal del elixir oblicuo, la pendiente de los pasillos, la pobreza, la boca abierta de los semáforos, cuando mi país bajo las flores, donde los muertos agitan sus pañuelos y sus banderas, y los cementerios se expanden, para que los muertos se contagien con la prisa de vivir estrujados bajo el sudor de tantas voces amputadas. Son tristes desde el fondo del auricular todas las alusiones que esta brisa recoge desde la desoladora distancia de mi cuerpo.

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