lunes, 19 de julio de 2010

Miserere de turba

Ni siquiera me atreví a llamar. La tarde sucumbió al postigo de aquella puerta. No fue puntual, porque el viento se había calzado mullidas muecas y los atabales del cianuro revestían las zarzas del camposanto. Un hombre con la mano verdosa leía el periódico agazapado, del revés, mientras el dinero esquivaba a los pordioseros por los rincones. La ciudad era un enjambre de cerillas enclaustradas, de quesos agujereados por silbidos, de casuchas cuarteadas que ni siquiera la fiebre de un sombrerero hubiera podido diseñarla. La iglesia permanecía sumergida en un charco alrededor de un aquelarre de prostitutas. Las ranas postulaban plegarias sin sueño, muy cerca de los uniformes de los soldados que no volvieron. Habían espejos invertidos dispuestos en mitad de las aceras y las calzadas. Los caballos de las quiméricas alcobas trataban de forzar las cerraduras de cuando él llegó, pero nada creció en los balcones. Languidecían las muñecas de los pésimos tiradores y los armarios colgaban del péndulo de los mecanismos y los relojes extraviados. Los cirios paseaban por las calles con un ritmo de duermevela.
Todo quedaba suspendido en la enagua de un timo camuflado. Donde los catres se abastecían de insomnes susurros y el musgo tejía su peor canción. Quién se hubiera atrevido a solicitar fuego a las sombras una noche así. Nadie. Por eso me arranqué el rostro y lo dejé colgando, detrás de la puerta, junto a las llaves.

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