jueves, 22 de abril de 2010

LATIDOS DE MADERA

Todo conocimiento que alcance el ser humano no es más que una pobre aproximación. Imbuidos por la sabiduría, que es el verdadero centro de la nada, no podemos sino deleitarnos en ese dolor amargo que nos inspiran las cosas intuidas y lejanas. Náufragos de nuestra íntima y palpable bancarrota, mostramos ante los otros, esa simulación que es toda seriedad. Esa mecánica y maquillada pose esculpida por la seguridad de no saber y estar completamente perdido. Cuando en realidad, todo es una especulación amañada de frustradas aproximaciones hacia el absoluto. La ruina masacrada por la voracidad de nuestra cotidiana torpeza. Entonces el miedo a ser heridos adopta las más temerarias afirmaciones. Fruto de esa voluntad vencida, se levantan, ya no como espectros, sino como cuantificables fracasos colectivos. La imbecilidad y el tormento del peor y más mediocre oscurantismo campa a sus anchas desde hoy y para siempre, ya que actuamos como si el pasado nunca hubiese existido, como si esa precaria armadura de actualidad fuera importante, como si esa insustancial información de acontecimientos, provocara errores y destinos que nos cubren de elogios o vituperaciones, según la caprichosa voluptuosidad de las apariencias y sus días.

Siguiendo las leyes de un antiguo rito infantil, enarbolamos esos propósitos cargados de orgullo y vanidad. Y a eso le llamamos vida, un cúmulo de desafortunadas opiniones, para que con esa trenzada red de patéticos aciertos y maravillosos errores, logremos alcanzar en el desierto de toda soledad, una mentira que sucumba ante el menor soplo de viento.
La más severa de las puniciones legislativas es una trivialidad insultante ante la espuma que surge que nuestra desolación con cada despertar. El aliento de vivir abrasados por el sol de nuestras pasiones, padecer los colmillos de toda tentativa o escapatoria, como una repetitiva vocación hacia el fracaso. Somos ceros vestidos de izquierda. Zurdas evoluciones centrípetas que se alejan cada vez de su entorno. Tratando de ascender para soportar la liviana carga de nuestras expectativas demenciales, deformadas por la óptica actual de los acontecimientos.
Soportarnos. Perfeccionar el truco hasta confundir la esquizofrenia con la genialidad. Lamer el fondo de nuestro sótano con devoción de amante. Para que así, el sonambulismo nos entregue algo de su limosna.

Pero hay que lamer bien las grietas. Hasta ocupar el hueco de dios en el altar de lo infame. Hasta entender sin esfuerzo el lenguaje de nuestra crispación. Permanecer estáticos en esa aureola que genera el vértigo cuando masticamos con exactitud la textura de nuestro nombre. La cólera de la tierra sobre nuestra espalda. Las alas de la locura brotando de nuestra mente como una ciencia impostada y una oscuridad entregada cada vez más al delirio. Cartografía de la meditación en los planos infinitesimales de la atrofiada victoria que representamos como monos racionales de un mundo extinguido una y mil veces. Allí, en lo alto de la cumbre y de lo pérfido, entregar la semilla de la clarividencia, para toser y escupir mil convulsiones más, y martirios enajenados de oratoria e inimaginables.

Palabras, actos, funerales. Todo viene a ser lo mismo. Y en ese desierto de egolatrías y empujones, en ese magma de mensajes de auxilio y psicosis, la perturbación alcanza cotas jamás antes alcanzadas. Ese frío inhumano es más nuestro, porque esa aberración acumulada, es una alegoría del rumbo que adoptamos con una fe casi ciega en la nada; y así cada uno, encabezando una procesión individual, decapitada y mortal, celebre una misa hacia su yo, íntima o publicitaria, regresando a su lugar de origen mediante cada sueño, cada fornicación o cada interpretación estética de lo que es suyo.
Descartado el suicidio o la eutanasia, no queda otra que con operaciones que se ejecutan sólo a corazón abierto durante la vigilia, tapar las defectuosas grietas de nuestras catedrales privadas y anónimas.
No existe otro propósito que el de lapidarnos vivos. Como si a la máscara, le fuera posible encarnar el espíritu de la tragedia. Como si el latido fuera un escondite perfecto para cada uno, una madriguera de sonido emitida por el temido animal que representamos para nuestra esclavitud. Como si inscrita en la identidad de nuestro propio instinto se dibujaran nuestros artificiales gestos, sutiles sombras que ocultaran al mundo, el rumbo de nuestro efímero existir. Carcasas aferradas a precipicios de tiempo, vestigios cosidos a desastrosas culpas hereditarias.
También nosotros queremos dejar nuestra huella en este estercolero, sea de un modo físico o virtual.
Nuestro domicilio es la duda. Nuestra única preocupación, el reverso de la niebla.
Caminamos erguidos ante nuestra única certeza: La ciudad es el laberinto de la carne. El demonio que ha prometido engullirlo todo cuando todo esto termine. La promesa adoptará la forma de una habitación segura y escarbada en lo más profundo de la tierra; y como único secreto, alcanzaremos un trofeo: la delicuescente efervescencia de la podredumbre.
Ni siquiera nuestro bellísimo y virgen esqueleto podrá albergar la fastuosa magnificencia de la muerte. Una cómica improvisación nos llevará a conocer el centro de la diana. Por eso dejamos lo mejor del número para el final. Porque nos gustan las sorpresas, las fiestas y los regalos.
Igual que los saltos de un acróbata se plasman en los agujeros de nuestra memoria, así las huellas de una bailarina quedan impresas en el vaho de un espejo ferroviario. Los frutos logran apoderarse de la escarcha que desprende la onda expansiva de cada aurora. Sin embargo, la luna alumbra la garganta de nuestros sueños, y tan sólo deseamos permanecer en secretos espacios que no invadan, que no pueda alcanzar la idiocia, ni las torpes plegarias de los hombres. Es en ese recinto donde deseo vivir el resto de mis días. Amenazando con vislumbrar una punzante sensación de unidad que me traspase. A partir de ahí, escribir o dejar de escribir, me importa lo mismo. Nada.

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