domingo, 24 de octubre de 2010

Ego Laudationis

La consulta del doctor K. estaba situada en una de las mejores calles de Boston, Apriorisme Avenniu, por donde las mujeres de la alta sociedad lucían sus pamelas los domingos, con abundantes cafés donde los hombres de negocios leían en los periódicos las últimas noticias sobre la guerra en Europa. El doctor K. observaba todo aquel trajín desde la ventana de su consulta, y le inquietaba un mendigo que desde hacía semanas se sentaba a pedir limosna en la esquina de enfrente.
El doctor K. se había fijado en que el desdichado pedigüeño llevaba siempre consigo una botella vacía. Con los días se pudo dar cuenta de que era la misma, y lo que más le sorprendió es que, cada dos por tres, ya fuera por que pasase por delante suyo, caminando con la gabardina desplegada en un brazo y el paraguas en la otra elegantemente, o mirando furtivamente desde su ventana, lo veía con un ojo dentro de la botella, como si esta fuese un catalejo. Otras veces se cruzaba de piernas, ponía la botella sobre sus rodillas y descansaba un ojo en su borde durante ratos interminables. Al doctor K. le intrigaba tanto esta extraña actitud, que procuraba intentar saber algo más cada día.
Supo por la portera que dormía en un parque y todas las tardes iba a recoger las sobras del mercado. Un camarero al que solía pagar con justas propinas le contó que el barbudo harapiento se llamaba Coleman, que era de Canadá y que era conocida en el barrio su condición de perturbado mental, aunque, al parecer, inofensivo. Pero lo que más le chocó lo descubrió por sí mismo cuando se detuvo cerca de él con disimulo: no pedía dinero.
No llevaba ni una miserable lata para las monedas, y al fijarse en este detalle hizo memoria en sus recuerdos y, a pesar de ser el mendigo de la esquina de enfrente, en apariencia, jamás había presenciado como alguien le lanzaba una moneda. Parecía, en efecto, un loco al que le había dado por sentarse allí a ver la gente pasar y a mirar por el ojo de su botella vacía. El doctor K. le miró fijamente, estudiándolo, y casi estuvo a punto de hablarle, pero prosiguió su camino, confundido entre los transeúntes.
El misterioso hombre harapiento se entretenía viendo a la gente pasar. Era algo que contemplaba maravillado, como si ése fuese el más prodigioso de los bailes. Sujetaba su botella vacía con una mano, y la acariciaba con ternura. A veces jugaba a mirar solamente los pies, y la populosa acera se convertía en un río caudaloso en el que parejas de pies, pies con ojos, pies con gafas, pies-pez, pies-nariz, pies-cometa, ejecutaban la graciosísima danza de un submundo prohibido. A cada ratito, dejaba de contemplar la calle y metía un ojo por la boca de la botella como si esta fuese un caleidoscopio.
A cada día que iba pasando, el doctor K. observaba cada vez más intrigado el quehacer de este individuo. El diván estaba junto a la ventana y se sentaba enfrente a escuchar a sus pacientes, lo que le permitía distraerse mirando a la calle con la mayor discreción. La actitud que tenía con su botella vacía era de lo más pintoresco, y se le antojó una obsesión psicológica digna de estudio, además de una ocasión para intentar ayudar desinteresadamente a un hombre en tan menesterosa situación, mas todos estos fueron argumentos que se dio a sí mismo para ocultar que su verdadera motivación era la curiosidad.

Eran las doce del medio día. El vagabundo estaba sentado donde siempre. Miraba a la gente pasar y acariciaba su botella vacía con dulzura. El doctor K. se le acercó y le habló así:
–Buenos días, señor. Yo trabajo ahí enfrente y me he fijado en que usted se sienta aquí todos los días.
–¿De verdad?–le respondió el sucio barbudo con sarcasmo.
–Verá usted...-al doctor K. le costaba arrancarse.
–¿Si?
–He pensado que tal vez yo podría ayudarle con su problema.
–¿Mi problema? ¿Qué problema?–preguntó desconcertado.
–Pues que usted esté aquí tirado en la calle.
–No se preocupe, caballero, eso para mí no es un problema. Es una vocación.
–¿Una vocación?
–Así es. Yo no soy un mendigo, no pido dinero. Sólo me gusta ver a la gente pasar. Por eso me siento aquí.
–¿Me permite una pregunta?
–Claro, joven-le dijo aunque ambos tenían la misma edad.
–¿Por qué lleva siempre con usted esa botella vacía?
–¿De verdad quiere usted que se lo cuente?
–Por su puesto–dijo el doctor K. impaciente.
–Pues verá usted, caballero, hace muchos años, hace ya muchos años yo era un hombre normal, como usted y como tantos otros que circulan por esta avenida. Trabajaba como carpintero, un oficio que heredé de mi padre y con el que me ganaba el sustento honradamente. Siempre fui a los ojos de los demás un tipo cabal, un chico responsable, todo eso, ya sabe usted; hasta que apareció en mi vida la botella.
–¿Quiere decir que se dio usted a la bebida?
–No, hombre, no!–respondió enfadado–Ésta botella. Ésta!-gritó señalando el manido pedazo de vidrio que siempre le acompañaba. Supongo que le sonará muy extraño, pero esta botella, señor, no es lo que parece. Es mágica. La encontré por casualidad en un campo de maíz. El caso es que desde que la encontré no pude dejar de mirar a través de ella, de silbar en su borde y de tenerla entre mis manos. Llegó un momento que mi atracción por aquella botella superó todas las barreras, y ya no me importaba otra cosa. Mi mujer me abandonó, me despidieron del trabajo y todo el mundo en el pueblo me trataba de loco, sólo por el hecho de dedicar horas y horas a una cosa absurda e inútil como es mirar por el ojo de una botella.

El doctor K. se quedó pensativo. Miró al hombre de la botella y pensó rápidamente en varios posibles diagnósticos, sin dar demasiada credibilidad a su historia.
–¿Y no se siente usted atrapado en la botella, atrapado en si mismo?
–¿Por qué dice eso?
–Piense que usted ha renunciado a todo por su manía de mirar a través de esta botella de vidrio, y lo ha perdido todo, su pueblo, su trabajo, y su mujer.
–No, se equivoca. Todo es más complicado. Es que resulta que mi mujer y mi pueblo están dentro de la botella.
–¿En serio? ¿Y qué más hay dentro de la botella?
–La pregunta, caballero, sería "qué hay que no esté dentro de la botella", pues todo lo que está fuera de la botella, existe también dentro de la botella.
–¿Y no teme usted que todo esto sea sólo un producto de su imaginación?
–Aunque así fuese, ¿Qué más daría? ¿No daría igual acaso si la vida fuese un sueño? ¿Cree usted que me encierro dentro de una botella?
–Así lo creo. Está usted atrapado dentro.
–Sepa usted que un hombre está igualmente atrapado en una celda que en un inmenso desierto.
–Pero usted, esta siempre aquí solo. Esta usted atrapado en usted mismo! En su propia locura!–le dijo finalmente el doctor K. perdiendo los nervios.
–Como ya le he dicho, caballero, usted está atrapado en usted mismo, tanto como cada cual, y ambos estamos encerrados y perdidos, hagamos lo que hagamos, ¿No lo comprende?
–Creo que quien no lo comprende es usted. Usted está atrapado en su propio yo y en sus fantasías.
–Miré usted, caballero, no hay otra manera de ser yo que siendo yo, y no existe camino intermedio posible ni sendero que seguir para convertirme en mi mismo. Sepa usted señor, que yo soy un cantor del Yo-eléctrico.
–Pero esa cosa a la que usted llama yo, es una vana ilusión, y además en caso de existir, de seguro es un lugar muy pequeño y maloliente, en el cual se mecen las heces del espíritu.
–Yo no lo creo así, pues he visto que es tan infinito y admirable como la noche, y me emociona pensar en la idea del "yo" y en el individuo, ¿Comprende?

El doctor K. no daba crédito. Aquel hombre era realmente pintoresco y original. No se parecía a nadie que hubiese conocido antes.
-Y, dígame, ¿Por qué es mágica esa botella?
-Esta botella, caballero, es capaz de mostrar el interior de las personas que miren a través. Le dejaré mirar si no se lo cuenta a nadie, quiero seguir pasando desapercibido.
El vagabundo le hizo un gesto para que se acercase. El doctor K. se sonrió de la ocurrencia. El viento hacía danzar las hojas del otoño. Se arrebujó en su gabardina, se sentó junto a él y cogió la botella entre sus manos.
-Mire por la botella y verá usted su yo.
El doctor K. miró por la botella: sintió un enorme vértigo y contempló los astros girando a toda velocidad alrededor del sol.

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