miércoles, 5 de mayo de 2010

PISCINA MUNICIPAL



El poema esta callado en las venas del tiempo.

El poema deshidratado por las suelas y todas las botellas verdes del apartamento.

El mismo poema estremecido tras las puertas que permanecen dormidas en los suburbios de la carne y en la nuca de los laberintos.

Encallado en la sangre de las mismas calles vacías.

Como un reverso de la huella, como una caricia caliente y remota, que estrangula la urgencia de soñar.

Sumergido en el cielo eléctrico y frío de los hombres que tapan sus rostros con mantas

contra el amanecer.

Cuando cae, hacia lo hondo de la piel como una caricia desgarradora, el aire.

En las máscaras de la mentira y en la certidumbre de los susurros y los vegetales

que nos alimentan con su generosa entrega infinitesimal.


Al lado del viento.


De todos esos ganchos de los que cuelgan nuestras mascotas desangradas de aplaudir el grácil movimiento del matadero.

Como un péndulo hipnótico

suenan las alarmas, los dispositivos magnéticos, las antenas, los telefonillos, los timbres.

Y no sucede.


El poema esta silenciado y la palabra duerme y se ha extraviado.

El poema agazapado como un animal humillado y oscuro en las cuevas de la mente.

Y los hombres juegan fuera de la vida como si la vida fuese vida al otro lado de la muerte.

Se ha perdido la sustancia. Pero nos queda el polvo y nuestro amor, y el lento recuerdo de nuestros besos bajo tierra. Y eso que los hombres tratan de hacer con los brazos cuando caminan dormidos por las avenidas. El viento, las migas de pan, el lento vascular de los desperdicios y los engranajes oxidados de las bicicletas.


Pero basta golpearse la rodilla con el pico de un ave de madera.

Rebuscar con los ojos masticados en los contenedores de la aurora.

Abotonarse la chaqueta frente a un puntual espejo.

Enchufar el precio de nuestro acoso a la etiqueta de los huesos que navegan por el recinto de lo imponderable, asumiendo en todo momento nuestra cadencia de hoja, de navío, de arena.

Para volver a masticar las piedras con la sacrílega cita de las costumbres.

Basta respirar

para darse cuenta de que el ímpetu de nuestro trazo es un fugaz intervalo de la nada que nos habita.

Y entonces brota su alarido

Retumban sus goznes y nos amenaza su salvaje distorsión de otredad.

Porque somos una partícula torpe, una habitación que la muerte escarba en el paraíso con las uñas.

Entonces nos atraviesa por fin la pupila con la espina de un pez averiado.

Para así taparnos cuando el cielo se apaga y hundirnos en su adorable desolación.

Taparnos con tierra

Para no querer despertar ya nunca y permanecer separados por el humo y las intersecciones que la demencia establece sobre el plano.

Para agrietar la piel y conocer el sabor de la herrumbre,

y comprar un billete que nos conduzca hasta el límite de lo que no es noche.

Y ejecutar con maestría el cómico rito de los tanatorios.

Para arder agazapados bajo el paladar de los senderos.

Y odiar los mapas y girar en círculos. Mecanografiando el curriculum de cada devenir, de cada esquina, y bailar las absurdas melodías de todos los teléfonos móviles que nos conducen otra vez al poema.

A la oquedad.

A esa voz de nadie.

Y siempre el poema.

Aporreando nuestro corazón asfixiado. Protegido por la calculada hipertrofia de tabiques y diotrias oceánicas.

Y buscar del mundo un refugio, un arma, una excusa, un traje del mundo desde el que contemplar la nada y callar.

U


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