domingo, 29 de agosto de 2010

El lagarto y la peonía.

Su rostro asustaba al mismísimo retrato de Dorian Gray. Los ojos deslucidos abrigaban la chispa apagada del desencanto. Las mejillas macilentas carecían de forma y color. La sonrisa torva era el gancho del que colgaba su alma muerta. Los dientes amarillos almacenaban nicotina de todos los altiplanos. La lengua nerviosa perfilaba compulsivamente sus labios ennegrecidos. La barba sucia emanaba los efluvios de borracheras interminables. La mata de pelo tiñoso caía rala y sin vida por unos hombros casi inexistentes. La frente fruncía los horrores y dolores de una resaca circular perdida en el tiempo. Las cejas desiguales acentuaban con desconcierto su ya de por sí desvirtuada expresión. Más abajo de un cuello decrépito, las encrucijadas de su cuerpo hedían la mezcla de almizcle, sudor y esperma reseco.

- ¡Soy feliz porque sigo mis instintos! –se le oía decir por las tabernas.

Cierto día, en uno de sus peregrinajes diarios cuyo único fin era, lejos de la búsqueda del placer, dar pábulo a sus hábitos malsanos, su estupidez ofendió a un humilde monje que se hallaba disfrutando de un buen cigarro y una cerveza muy fría a la espera de una mujer espontánea y bonita.

- ¿Qué son los instintos? –le preguntó socráticamente.

La imagen deformada del esperpento miró al monje con desprecio y le dijo:

- ¡Hacer lo que me dé la gana!

El monje inspiró profundamente, desde los talones hasta las clavículas, y el oxígeno regó generosamente sus músculos y su sistema nervioso. Sonrió francamente satisfecho. La estampa humanoide entenebrecida por el vicio trató de imitarlo, pero su respiración apenas llegó a la parte alta de un pecho agitado para regresar con urgencia buscando pronta salida por la garganta. La extraña torsión que era su boca tosió y escupió oscuras flemas.

- ¿Consideras instintivo comer en exceso, embriagarse de continuo, fumar sin medida, dormir a pierna suelta o masturbarse sin gracia ni misterio?

- ¡Yo no soy voluntad! –respondió contradiciéndose.

Las respuestas eran rápidas y atropelladas. El monje, sin embargo, no tenía prisa por conversar. Escogía las palabras como quien selecciona las flores por su aroma o color. La calidad era el fruto de su sosegada siembra. El otro le retaba con la mirada mientras consumía restos de cerveza tibia de vasos abandonados y colillas medio apagadas del suelo. Ninguna cantidad le satisfacía.

- ¿Has oído el canto del búho en la noche profunda? –le preguntó el monje con toda la calma del mundo en su voz–. ¿No crees que, al cesar su canto, la noche es aún más profunda?

La pregunta produjo un efecto ya olvidado por los músculos faciales de aquel esclavo de sus miserias. Tendones y tejidos hacían auténticos esfuerzos malabares para sostener una expresión de diligente y correcta atención. Hacía mucho que su mente no regresaba a un punto de origen.

- Más profunda… –repitió para sí, relajándose progresivamente mientras su consciencia comenzaba el viaje hacia un lugar hasta ese momento insospechado.

Aprovechando el instante ambiguo entre la razón y el fluir, el monje le propinó un puñetazo con fuerza en la mandíbula. El cuerpo cayó sentado en un taburete dispuesto a tal efecto por la providencia. El monje se acercó a su oído y le susurró:

- En el arte de vivir, lo que hacemos no es lo importante, sino lo que no hacemos y, sin embargo, existe, es real y tiene grandes consecuencias para nosotros.

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