miércoles, 18 de agosto de 2010

Historias del dojo. Roku.


Los shugyosha.

Después de la batalla de Sekigahara, ocurrida alrededor del año 1600, comenzaba en Japón una nueva era. Ieyasu Tokugawa, líder del clan Tokugawa, ganador indiscutible de la crucial batalla, comenzó la construcción de una gran capital llamada Edo (la actual Tokio), alejada de los entonces centros neurálgicos Kyoto y Osaka, ciudades donde sus enemigos eran todavía muy fuertes. Así comienza en Japón la Era Edo, que se prolongaría sin guerras y sin grandes cambios hasta la restauración Meiji en 1866.

Ieyasu era un hombre muy inteligente, de origen campesino. Lo primero que hizo fue crear un sistema de castas, para evitar que cualquier otro campesino pudiera alzarse con el poder como había hecho él. Tales castas fueron: los samurai, los artesanos, los campesinos y los comerciantes. Quien naciera en una familia samurai, sería educado como tal. Quien naciera en cualquier otro seno, tendría prohibida la posesión de armas. La clase dirigente sería la samurai. Esto acarreó muchos problemas, porque relegar una casta de guerreros a labores de administración, que eran las necesarias en un periodo de paz, no resultaba fácil. Por ello, muchos samurai declinaron las ofertas para trabajar en las labores del nuevo gobierno y se dedicaron exclusivamente al camino de la espada, convirtiéndose así en shugyosha (shugyo es un término que se refiere a entrenamiento y austeridad).

Los ronin se parecían a los shugyosha, pero no eran lo mismo. Un ronin era un samurai errante que se había quedado sin señor por la muerte de éste. Muchos de ellos se daban a la mala vida, al robo y al asesinato, para sobrevivir mientras esperaban que estallase nuevamente la guerra. Algunos recibían cómodos estipendios de algún que otro señor feudal, bajo el contrato verbal de que estarían de su lado en caso de una futura guerra. Para evitar esto, Ieyasu ordenó a los daimyos más importantes la construcción de grandes infraestructuras a lo largo y ancho del Japón. Éstos no podían negarse, puesto que debían acatar las órdenes del nuevo gobierno y porque además el plan era más que necesario en un país devastado después de siglos de guerras civiles. De esta manera Ieyasu consiguió que sus enemigos gastaran el dinero en obras públicas en lugar de invertirlo en mantener y ampliar grandes ejércitos. Además, se ganó el favor del pueblo, harto ya de vivir al arbitrio y capricho de las guerras entre señores.

Un shugyosha, en cambio, era también un samurai sin señor, pero por propia voluntad. El camino del shugyosha es el camino del guerrero sin rendir cuentas a nadie. El hecho de no luchar por la causa de un señor importante era señal, entre los samurai, de pequeñez de espíritu. Luchar por uno mismo no merece la pena, se pensaba. Sin embargo, los shugyosha únicamente estaban interesados en sí mismos, en su autodisciplina diaria, en el perfeccionamiento de su técnica, en la búsqueda de una moral elevada y, en definitiva, en su continua superación personal en todos los aspectos. Como dice el Bushido, código deontológico samurai, lo único que debe importar a un guerrero es su impecabilidad: ser absolutamente impecable en absolutamente todo.

Por estas fechas de las que os hablo, un shugyosha deambulaba de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, buscando perfeccionarse. Para ello recurría a la vieja estrategia de preguntar en cada sitio quién era el mejor experto en artes marciales, para estudiar su estilo y acto seguido intentar derrotarle. Había vencido a innumerables contrincantes y, probablemente, no pararía hasta la muerte. Llegó a un pueblecito pequeño y, de tan insignificante que parecía, apunto estuvo de pasar de largo, pero tenía los músculos entumecidos por el frío y pensó que un combate y un poco de sake no le harían mal. Entró en una taberna y preguntó con voz estentórea por el guerrero más hábil de aquel lugar. Un anciano, de figura enjuta y encorvada, sentado en uno de los taburetes cercanos a la salida trasera del local, se rio sin asomo de recolección ni disimulo. El guerrero, calculando que estaría loco, bramó de nuevo el desafío ante los parroquianos. El viejo, sin poder contenerse, se rio aún más alto. Dos veces era más de lo que el honor permitía y el samurai, encendido en cólera, arremetió contra el viejo. Más rápido que la mirada de los presentes, el viejo lo esquivó y lo arrojó fuera del local de una patada en el culo.

El shugyosha se hallaba en el suelo de la calle cubierto de barro, anonadado por la lección que acababan de darle. Asumiendo su inferioridad, se levantó calmosamente y caminó hasta abandonar la aldea, no sin antes haberse fijado un nuevo objetivo en su vida: vencer a aquel anciano, a aquel magnífico guerrero.

Entrenó duramente durante el plazo de un año, sin dormir ni un sólo día bajo techado, golpeando la corteza de los árboles hasta que su piel era puro callo, aprendiendo la humildad y la grandeza de los ríos y las montañas, cazando osos con sus propias manos y no perdiendo ninguna oportunidad de ponerse a prueba. En una ocasión encontró a unos viajeros que habían perdido la rueda de un carromato. Él se ofreció a hacer de rueda durante varias jornadas, levantando una parte del carro a pulso y caminando así durante kilómetros. En otra ocasión encontró un lago de agua helada. Rompió la parte superior con sus terribles golpes y buceó por el fondo del mismo, bajo la premisa de que si no sobrevivía a eso tampoco sobreviviría al camino del guerrero. Cuando sintió que estaba preparado, volvió a la aldea donde había sido ridiculizado.

Al llegar a la taberna, abrió la puerta y divisó al viejo, al mismo que le había vencido, sentado en el mismo lugar y en la misma posición.

- No me he olvidado de ti -le espetó-. He entrenado sin descanso durante las cuatro estaciones. He sometido mi cuerpo, mi mente y mi espíritu a las pruebas más duras, y creo que ahora son una sola cosa. A lo largo de este tiempo mi única obsesión ha sido derrotarte. Soy cien veces mejor guerrero que hace un año, pero dado que tú eres un año más viejo y más lento, estoy dispuesto a ser clemente si te niegas a combatir y aceptas mi superioridad.

El viejo soltó una carcajada prístina, como si acabara de descubrir la risa. El shugyosha esta vez no iba a dejarse derrotar emocionalmente. Respiró con calma, tomó una buena posición y atacó con toda su pericia. Tal y como le ocurriera la última vez, el viejo lo esquivó y lo sacó del local con una diestra y rotunda patada en el trasero. Después volvió a sentarse donde estaba, cogió su tazón de sopa de mijo y masculló:

- Yo también he estado entrenando un poco.

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