jueves, 16 de septiembre de 2010

Edward Mordrake


En 1887, el seno de una noble familia inglesa acogía el nacimiento de un niño peculiar llamado Edward Mordrake. Su madre era la condesa de Darlington y bajo el poder de ese apellido, se extendían infinitos prados y campos de cosecha que mediante tributos arrendatarios y un suculento comercio a base de cereales y ganado, permitían a la familia vivir de un modo más que privilegiado. El castillo se hallaba en la ladera sur del condado de Postmouth, bordeando unos impresionantes acantilados que vigilaban el embravecido mar del Norte. Las vistas eran fantásticas y todo hacía presagiar aquella tarde, que con la llegada del tercer varón, la familia Mordrake quedaría finalmente bendecida. No fue así, algo en la gestación del feto se torció
cuando se cumplían los últimos meses del embarazo. Así trato de explicarlo el doctor Bridgewater, al contrariado padre de familia, Sir William Pitt Mordrake, que no encajó nada bien que entre su descendencia se hallase la ominosa huella de una malformación. Efectivamente, el niño Edward, había nacido entero y sano; el parto, salvo unos episodios previos que complicaron las dilataciones, se desarrolló sin mayores dificultades. La madre dormía extenuada junto a la recién llegada criatura, pero el doctor Bridgwater y la matrona que le asistía, encontraron cuanto menos extraña la parte posterior de la cabeza del bebe. Fue cuando al examinarlo más detenidamente, comprobaron llenos de espanto que aquello era el esbozo de una mueca. El pobre Edward había nacido con dos caras. Sólo que esta última, trataba de afirmarse y sobresalirle desde la nuca. Era un claro caso de gemelo parasitario "parasitic twin". El doctor sabía de la extraña enfermedad y de su escasa manifestación. Fue gracias a otros colegas que pudo conocer los espeluznantes casos del chino cantonés Chang Tzu Ping y el del francés Pasqual Pinon.

El doctor Bridgewater y Sir William Pitt Mordrake, giraban sobre sus pasos y discutían acaloradamente junto a la chimenea. Justo bajo el escudo de la rosa de Tudor y la lujosa réplica del mítico dragón blanco, un ciego ataque de cólera llevó al padre de la criatura a abogar por el parricidio. El doctor era protestante, pero sabía de la ferviente fe católica que consolidaba las creencias de la madre de la criatura y la de toda su estirpe. Encontró descabellada, injusta e imposible de llevar a cabo semejante barbaridad. Convenció al padre de que el niño crecería sin dolores físicos acusados. Unas cuantas botellas de buen whiskey y unos sabios consejos, bastaron para consolar al padre durante aquella interminable velada.

Edward creció y recibió de sus padres toda la atención y el cariño que un niño puede desear, pero la vida no era fácil. Sobretodo dentro de la cabeza del pobre Edward.
Evitaba el contacto ajeno. La humanidad le provocaba un intenso rechazo. Y puede asegurarse que hasta bien entrada la pubertad, Edward no salió nunca de los jardines que delimitaban la fortaleza paterna. El rostro que se había acabado consolidando en su nuca era terrorífico, pero más miedo le producían a Edward las crueles carcajadas de los otros niños y de las maleducadas y escrutadoras miradas de las otras madres y de las criadas que le apuñalaban por la espalda. Todo ese odio se filtraba en la mermada personalidad de ese ser que no era su hermano, pero que tampoco era la voz interna de su conciencia, pues no la podía controlar a su antojo.
De alguna extraña manera funcionaba ajena a él. Con otro proceso, con otros impulsos, sintiendo permanentemente su incómoda presencia invasora.

Con el paso del tiempo, los padres y hermanos de Edward intentaron eludir el problema, tratándolo con absoluta normalidad, exactamente igual que al resto de los demás familiares que formaban parte del clan, ignorando en todo momento aquel rostro innombrable que Edward llevaba cosido a la nuca, aunque a veces, los mirase con descaro y soberbia.
y en otras ocasiones, improvisara inquietantes melodías.

Los padres buscaron la manera de aliviar a su hijo de semejante carga, pero las operaciones de cirugía nada desarrolladas por aquel entonces, no aseguraban sobrevivir tras la operación. Lleno de coraje y desesperación, Edward pedía a sus padres luchar por el intento, pero el temor amedrentó la decisión última y los padres no cedieron a la arriesgada petición.

Librarse de aquel rostro terminó siendo para Edward una obsesión. Era cierto, que el rostro maldito de su hermano muerto no compartía su cerebro, al menos no totalmente, por lo que ese medio rostro no solía articular frases con sentido ni construía argumentos o conceptos elaborados; aquella cara se limitaba a repetir frases o palabras, pero como quien habla en sueños o desde el fondo de un pozo muy profundo. Pero sobretodo, lo que más a menudo hacía aquel ser era reír. Por las noches Edward no podía dormir. Debía consumir ingentes cantidades de somníferos para poder conciliar el sueño. Era terrible cuando en mitad del silencio de la noche, Edward escuchaba las risas ahogadas de ese rostro enterrado en la almohada.

A veces, era peor en la mesa, cuando estaban todos congregados y con la comida dispuesta en los platos. La familia tenía costumbre de guardar silencio y agradecer los dones ofrecidos. Esos momentos eran propicios para escuchar los susurros malsonantes y los crujidos vocales de esa cara que pugnaba por salir a la superficie.

A veces, también lloraba o gimoteaba como un animal pisoteado.
Y la cara de Edward, blanca, ojerosa y con los labios pegados, pidiendo en silencio la muerte o el final de aquella pesadilla.

Edward desarrolló un enorme gusto por las letras y fue un talentoso violinista.
Pero a la edad de 23 años y viendo que los médicos nada podían hacer por él, decidió suicidarse.

Sólo dejó una carta. En la que agradecía a sus padres y a sus hermanos el cariño recibido. Al final de la misma, dejaba formulada una petición ineludible: Antes de enterrarlo e introducirlo en el ataúd, los cirujanos debían despojarle de aquel rostro esquemático y deforme con un bisturí. Para que por lo menos, ya una vez muerto, pudiera al fin descansar en paz.

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