jueves, 16 de septiembre de 2010

Teatro de sombras chinas

Dos chinos penetran en un antiguo teatro de marionetas. Se trata de una arcaica pagoda abandonada a las orillas de la ciudad. Las curvas del río han erosionado con su incisiva humedad las paredes del edificio hasta convertirlo en un pergamino inclinado. Sus equívocas representaciones arrastran tanto a curiosos como a extraviados, que a esas horas de la noche quizás no encuentren otra cosa mejor que hacer. Ellos llegan del puerto, de la zona de fumaderos clandestinos. Son marineros y sus calaveras pugnan por salir a la superficie de las cosas. Él es alto, rígido y silencioso. El otro, sin embargo, es alto, rígido y silencioso. Uno se mueve verticalmente, imbuido entre la fascinante elucubración de los fenómenos causales que lo rodean y le otorgan materia. El otro, se mueve también verticalmente, pero en su sentido inverso, como si fuera la sinuosa sombra de su acompañante.
A simple vista, parecen la misma persona, sólo que esta juega frente a un complicado mecanismo de espejos móviles. Una vez han pagado la entrada en la taquilla, el reverso de los delgados pasillos se cierra tras sus frías espaldas. La mujer es tan diminuta que no alcanzan a verle el rostro. Tan sólo sus manecillas, una algo más corta que la otra, se deslizan por una esfera inquietante. Temen que la mujer viva atrapada en esa cajetilla de fósforos. La cera de su carne parece intacta y artificial, y evitan el contacto directo al recoger sus rasgadas entradas.
El teatro parece un estanque flanqueado por columnas y bóvedas articuladas. Los rojos farolillos se balancean difuminando una luz que les recuerda a los efectos narcóticos del opio. Un sudor frío les anticipa la sensación de que son seguidos muy de cerca. Un hombre sin labios, y con una mueca cogida por hilos, les guía con una linterna a través de los oscuros y estrechos pasillos del patio de butacas. Tras el telón que divide el recinto, un primer fogonazo de la oscuridad implacable les ciega, pero pasados unos breves instantes, sus ojos se acostumbran a esa escasez reconfortante y la agradecen.
El acomodador encuentra una localidad libre, y una vez cumplido su cometido, desaparece de la escena como la llama de una vela. El chino descubre que esta sólo. La oscuridad de la sala se ha tragado a su fiel acompañante. Desde el fondo, se percibe el sonido de un instrumento de metal, y su vibración hipnótica estremece las pálidas bambalinas. El escenario se ilumina débilmente, y el chino comprueba contrariado que es su compañero quien baila entre las luces, como un espectro aparecido al ritmo de un laúd, una flauta de bambú y unos gongs. Al poco aparecen otras sombras que sinuosas van tejiendo toda una serie de escenas que se entrelazan con estudiados silencios. Las escenas, divididas en fragmentos, los encuentros amorosos y algunas de las tragedias representadas, le recuerdan casi milimétricamente a similares episodios de su propia vida. Algo o alguien le anuncia que esta a punto de finalizar la obra. Despavorido, se levanta y huye entre las butacas sin volver la vista atrás. La morbosidad de conocer el final es vencida por el simple y puro espanto de lo conocido. Con las manos en la cabeza recorre el último pasillo que le conduce a la calle. La repentina dosis de luz, ciega sus ojos y en ningún momento ve el coche que lo arroya. Mientras los curiosos transeúntes se agolpan rodeando la fatídica escena, el cadáver agoniza; pero allí dentro, sobre el escenario, una escuálida sombra baila alrededor de una manada de caballos. La escena se interrumpe de manera súbita cuando el telón se precipita sobre el escenario.

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