domingo, 27 de junio de 2010

El caserón del viejo


"Cuando Simu Bagarris adrezó la inclinación de su pocilga bélica con aquella aberración acústica, nadie podía pensar que se trataba de un Hest. Todo el mundo sabía que los Hest habían sido los ilegítimos habitantes de la ribera oriental. Hasta bien entrado el cuaternario lunar, aquel páramo escarpado recibió el nombre de Hestlandia, pero cuando aparecieron las primeras trifulcas internas en el seno parlamentario, se desenterraron todos los rencores imaginables y los Hest se fragmentaron en desquiciadas avalanchas de violencia. Sus melodías fueron incapaces de hallar recursos en unas tierras ya de por sí malditas, castigadas por aquellas fuertes tempestades veraniegas y aquellos largos e inexpugnables inviernos. Optaron por la parrilla, donde freír la carne cruda del prójimo. Una carne más suculenta y gustosa si la comparamos con la de los fieles Gropecs. Éstos, más toscos y rudimentarios que los primeros, por peludos y corcovados y por haber sido privados del don de la palabra, cedieron con mayor facilidad ante la elocuencia del látigo, y pasaron a ser considerados simples bestias de carga. Los más afortunados entre ellos, conocieron las delicias de los hogares, encendidos por cálidos fuegos y tazones rebosantes de huesos untados con miel. Otros empujaron los carromatos, buscando tierras más amables donde los Hest desaparecieron entre el polvo del camino.
Pero Simu Bagarris podía considerarse el último. El último de aquella lejana estirpe, porque aquello que estaban viendo los vecinos de Burgundia, no era sino una encarnación fantasmal de la barbarie. El carromato de guerra de Simu Bagarris descendía la ladera con tal velocidad, que parecía que más que avanzar, rodara colina abajo. Unos cuantos compinches insertados en los estrechos compartimentos de la coraza, con chinchetas entre los dientes, cimitarras acuciantes y agua hirviendo en sus comisuras, esperaban agazapados el momento de abalanzarse contra los odiados ocupantes de sus legendarias tierras..."

Un viejo decrépito y de mirada soñolienta estaba sentado frente a la puerta de su casa, mientras narraba estas y otras historias, a un grupo de niños que sentados a su alrededor, seguían atentos los lances de aquellas disparatadas leyendas. Estaba anocheciendo, cuando se podían oír con absoluta nitidez la voz aguda de las madres llamando a voces a sus chiquillos. Entonces El viejo Burundi cesó de narrar y encomendó a los muchachos para que se dirigieran a sus respectivos hogares. Éstos acataron la voz del anciano, no sin antes desearle una buena noche. Los niños se alejaban, moviendo sus brazos en el aire, sin dejar por un momento de ejecutar alegres señas de despedida. El viejo respondía a los simpáticos gestos, mientras cargaba su pipa con nuevo material y acompañaba el ritual con densas volutas de humo. Era viejo Burundi, casi tan viejo como aquel sauce que dormía a los pies de su caserón. Sus manos cuarteadas, sus escasos dientes, su prolongada y blanquecina barba corroboraban la longevidad de aquel magnífico cuentista.

Pero una noche los niños no volvieron. Es cierto que sus madres los llamaron incansablemente. Que recorrieron y escudriñaron en el último de los agujeros. Se vieron obligados a emprender amplias redadas y hombres armados con arcos y escopetas se adentraron en lo más profundo del bosque temiendo lo peor. Pero ni rastro de los niños.
A una madre desesperada se le ocurrió acudir al caserón, con la intención de preguntar al viejo Burundi. Éste estaba como siempre, sentado a la puerta de su casa, aferrado a su pipa de cerezo y con su cálido bastón apoyado contra la encalada pared. Pero su vientre había crecido desproporcionadamente. Era cierto que hacía tiempo que los adultos no visitaban al viejo, pero el cuentacuentos siempre se había destacado por ser un hombre flaco y más bien famélico. La mujer, al quedar cerca de aquella abominable barriga, no pudo evitar distinguir entre la superficie oronda de la carne, siluetas de extremidades y cabezas de niños pugnando por salir de aquel agujero carnoso, sin cesar, ni tan siquiera por un momento, de moverse.

Todavía recuerdo las últimas voces del Viejo, instantes previos a quedar colgado de aquella mugrosa picota cercenante.

- Los devoré. Debía protegerlos. Se estaban convirtiendo en adultos.


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