martes, 1 de junio de 2010

EL PARQUE DE LAS CITAS

Ezequiel odiaba a Melquiades. Pensaba que no era sino una versión duplicada de su yo; sólo que afortunada. La precariedad de la vida y la crueldad de una naturaleza deforme, habían permitido dicho error. Eloisa. Dado que su ego era una rueda que contenía a dios y a todo aquel condado deleznable, Melquiades pasó a encarnar un obstáculo, y esa tarde resolvió matarlo. Para ello se hizo ayudar de un espejo y del anonimato que proporciona la noche. La esperó agazapado en un cruce de caminos, entre una catedral y un parque ilusorio. Sus manos estaban cuarteadas por el frío, a pesar de ello, sostuvo entre dientes el ansiado momento como si fuera un escurridizo pez de metal. Fue entonces cuando los pasos de alguien cubrieron los ecos del callejón. Entre los matorrales, Ezequiel descubrió que la mujer que caminaba carecía de rostro. A pesar de ese puntual contratiempo, no tuvo problemas en reconocerla. Su corazón ardía. Y de su boca surgía ese vaho, como cada vez que se cruzaban sus trayectorias. La mujer se detuvo junto a una de las barandillas del puente. Acarició distraída algunas ramas de los árboles, y deambuló por los bordes del canal como si estuviera ausente o siguiera los pasos discursivos de una lógica distinta. Se situó detrás de ella y la empujó. Debido a una prolongada sequía, el río carecía de agua, por lo que la mujer se vio obligada a caer infinitamente en un abismo inabarcable. A partir de ese instante, Ezequiel no volvió a mover un solo músculo de su cuerpo, y con el tiempo acabó participando de la decoración del recinto. Su escultura era una de las más valoradas por los visitantes, y no porque poseyera una conciencia capaz de concebir un canal vertiginoso por donde una mujer se despeña sin descanso, sino porque el realismo de su gesto poseía una maestría nunca antes alcanzada por la piedra. Melquiades llegó algo más tarde. Y no tuvo más remedio que adquirir los contornos de un ser inmortal.

A plena luz del día, aún se pasea por el parque, acompañado de un perro de agua y de su inseparable periódico, ejecutando giros y posturas a lo largo de las alamedas. Mirando la esfera de su reloj, como si esperara impaciente a alguien que no fuera a llegar nunca. Existe quien lo confunde con un mimo y le arroja una moneda piadosa.

Pasaron las tardes, el perro acabó siendo su lazarillo, pero el periódico no cambió de fecha, a pesar de que los días sucedían a su alrededor imperceptiblemente distintos pero vertiginosamente iguales.

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