viernes, 25 de junio de 2010

Historias del dojo. Go.


En un dojo de Karate Kyokushin de Alicante, los alumnos calentaban en el tatami. El sensei se retrasaba. Pasaban ya treinta minutos de la hora de inicio habitual. Aquello no era normal y algunos alumnos se impacientaban.


El sensei llegó por fin. Se disculpó por la tardanza, hizo las flexiones de castigo correspondientes (porque en esta disciplina, el maestro no exige lo que él mismo no hace) y comenzó la clase con la actitud acostumbrada en él.


El sensei encarnaba una extraordinaria combinación entre calma profunda y activación sensorial extrema. Su economía de movimientos le permitía hacer lo que debía hacer, en cada momento, en cada espacio, con el menor esfuerzo y la mayor efectividad. A falta de una palabra más precisa, se podría decir que su aura estaba hecha de agua calma, con esa tensión superficial que de algún modo refleja un interior fluido, de la misma manera que el lago sereno parece a simple vista formado por un duro material. Dada su avanzada edad, y al no ser propenso a las exhibiciones, las pocas veces que desataba su destreza corporal provocaba un considerable asombro, sobre todo entre quien no sabía leer estas cosas previamente.


Sin embargo, ese día, algo inesperado le había ocurrido al sensei. Sus alumnos se percataron de que tenía los brazos raspados y sangraba por un codo. Sin duda había sufrido alguna caída bastante grave. Quizá estaba volviéndose algo descuidado, ahora que oteaba un horizonte sexagenario. Tal vez sus músculos estaban atrofiados o sus reflejos habían perdido rapidez. Puede que su mermada elasticidad le hubiera jugado una mala pasada, topándose con la rigidez de los años al intentar alguna agilidad ya imposible. Acaso su equilibrio comenzaba a sufrir los desajustes propios de la vejez o había sido víctima del pensamiento confuso que la degeneración neural suele provocar a esas edades. Todos los alumnos elucubraban explicaciones más o menos parecidas, pero ninguno se atrevió a preguntarle.


Tras finalizar un ejercicio de especial dureza, mientras la clase entera recuperaba un poco el aliento, el sensei se dirigió a sus alumnos. Solía hacer esto en los descansos para aprovechar el tiempo transmitendo conocimiento de forma oral. También se cuenta de Sosai Oyama, el fundador de Kyokushin, que sólo después de someter su cuerpo al entrenamiento más duro imaginable estudiaba libros clásicos de filosofía zen.


- No podemos pretender vivir en un mundo aséptico -soltó de golpe.


El sensei miró al suelo y se quedó en silencio por un momento. La clase escuchaba atentamente. Siempre era interesante escuchar lo que decía el sensei, a pesar de que uno no estuviera de acuerdo al cien por cien con todas sus opiniones y de que, con el paso de los años, las historias se fuesen repitiendo.


- No se puede pretender vivir en una burbuja de cristal -prosiguió-. Las cosas malas suceden, por mucho que uno trate de evitarlas. Siempre existe la probabilidad del imprevisto. Es mucho mejor entrenar la fortaleza, tanto física como psíquica y espiritual, que tratar de sobreprotegerse de un mal cuya naturaleza aún no conocemos.


Se miró los brazos en el espejo y señaló sus recientes heridas. Después continuó explicando:


- Hoy mismo he tenido un accidente con la moto. Un coche se ha saltado un stop y no he podido hacer nada para evitar chocar contra él. He anticipado el impacto con toda claridad, como si viviera la caída a cámara lenta. Me ha dado tiempo a girar el cuerpo, a estirar un brazo para esconder la cabeza entre el hombro y el pecho, a apoyarme encima del capó y a caer en el suelo dando vueltas sin perder el control en ningún momento. La persona que conducía el coche ha salido asustadísima pensando lo peor. Ha insistido mucho en que me quedara quieto en el suelo hasta que llegara una ambulancia, porque al parecer así lo aconsejan los manuales de primeros auxilios. Pero, yo... ¿por qué iba a quedarme quieto estando ileso? He realizado algunos movimientos de comprobación y me he levantado sin problemas.


Los alumnos comprendieron ahora el origen de las heridas y sintieron gran admiración por su maestro. Uno de ellos comentó:


- ¡Menos mal que era usted, sensei! Cualquier otro estaría en el hospital.


- ¡Quien lo haya visto se habrá quedado pasmado! ¡Aún no lo creerá!


- ¡Gracias también a que iba solo en la moto! -dijo un tercero-. Si llega a ir con un paquete, ¡seguro que se hubiera matado!


- Oh, no. No iba solo -respondió el sensei-. Mi hija venía conmigo, pero ella no es ningún paquete.


Su hija entrenaba también a menudo en el gimnasio. Ostentaba el título de sempai, cinturón negro, y solía ocuparse de las clases infantiles.


Desde el suelo, comenzaron a hacer el ejercicio que imita el pedaleo de la bicicleta para endurecer los abdominales inferiores. Después, sin dejar de estar sentado, el sensei elevó las piernas juntas y rectas hasta que los pies quedaron a la altura de la cabeza, puso una mano a cada lado de las caderas y, sosteniéndose únicamente con los dedos, levantó todo el peso de su cuerpo, quedando, desde ciertos ángulos, como si estuviera levitando.


- ¡Vamos! ¡Arriba! -exhortó a sus alumnos.


Ninguno de ellos pudo aguantar esa postura más de dos o tres segundos. Todos lo intentaban hasta temblar y ponerse rojos, pero acababan cayendo porque los dedos no aguantaban. El sensei les miraba sonriente, sentado varios centímetros por encima del tatami y sin aparentar ningún esfuerzo.


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